sábado, 24 de diciembre de 2011

LA GUERRA DEL PARAGUAY


Por el Dr. Miguel Angel De Marco.

Como bien lo han expresado Carlos A. Floria y César A. García Belsun­ce en Historia de los argentinos, la Guerra del Paraguay, junto con las de unifi­cación alemana y de secesión de los Estados Unidos, constituyen los tres gran­des conflictos del siglo XIX; "grandes no sólo en sus proporciones militares, sino por su trascendencia en el desarrollo posterior de la historia continental. El triunfo del binomio Bismark-Moltke sobre Dinamarca, Austria y Francia (1864-1866 y 1870) condujo a la unificación alemana bajo la égida de Pru­sia, y al lanzamiento del nuevo Imperio Alemán a la conquista de la hegemo­nía económica y política de Europa en abierta competencia con Gran Breta­ña y Francia, proceso que desembocaría en la Gran Guerra de 1914-1918. La guerra de secesión (1860-1865) significó en su desenlace un poder y una es­tructura nacional más sólida y la conducción del país por la sociedad indus­trial del nordeste, factores ambos que dispusieron a los Estados Unidos a de­sempeñar un papel de potencia mundial a corto plazo. En cuanto a la guerra de la Triple Alianza, significó la destrucción de la única potencia mediterrá­nea de Sudamérica y el último gran acto de una polémica secular: la disputa fronteriza entre los imperios hispano y lusitano y sus respectivos herederos" .

Enseñanzas militares

Los tres fueron un extraordinario campo de experimentación en conduc­ción, armamentos terrestres y navales, sistemas de abastecimiento, transportes, comunicaciones, sanidad, etcétera. A su vez, quienes los condujeron, capitaliza­ron enseñanzas de otros grandes enfrentamientos de las décadas del 50 y el 60 del siglo XIX. La Guerra de Crimea, entre Francia, Gran Bretaña, el Piamon­te y Turquía contra Rusia (1854-1856), mostró la importancia del armamento moderno en los ejércitos terrestres y en las operaciones navales; las dificultades para superar con éxito las grandes defensas costeras (a la fortaleza de Humaitá se la llamó "la Sebastopol paraguaya" en recuerdo de la inexpugnable posición rusa), la importancia del apoyo logístico en las grandes concentraciones de combatientes, la necesidad de contar con hospitales bien equipados en campa­ña y en la retaguardia, y hasta el interés de proveer a una buena organización de la información a los ciudadanos de los respectivos países otorgando facili­dades a los corresponsales que siguiesen a los ejércitos y escuadras. Otro tanto ocurrió con la guerra que libraron Inglaterra, Francia y su aliada España en Cochinchina (1859); la lucha de Francia y el Piamonte contra los austríacos, que tuvo sus jornadas más cruentas en Magenta y Solferino (1859) (ante cuyo horror Henry Dunant concibió la idea de crear la Cruz Roja como eficaz mo­do de atender a las víctimas de futuros enfrentamientos bélicos) y la aventura de las fuerzas de las reinas Victoria e Isabel II y de Napoleón III para imponer un emperador mexicano, que puso en evidencia la bravura con que se defien­de la propia tierra frente la agresión extranjera. Como se sabe, España e Ingla­terra renunciaron pronto a tan descabellado proyecto y dejaron sola a Francia en su propósito de sostener a Maxirniliano de Habsburgo.
Mientras en México se luchaba sin pausa, los Estados Unidos entraban en su gran contienda fratricida. Ese encarnizado conflicto produjo múltiples en­señanzas: mostró el poder de los buques acorazados y la eficacia de las nuevas armas de retrocarga, la contundencia de la artillería de grueso calibre y de las baterías volantes en las batallas. Además dejó claramente evidenciado que de­trás del que combate debe funcionar otro ejército que le otorgue operativi­dad a través de la logística. Así, los medios de transporte, la independencia coordinada de las comisiones sanitarias cooperando con el cuerpo médico, la fabricación de armamentos, la sencillez y practicidad de los uniformes, la ela­boración y almacenamiento de víveres del ejército de la Unión, vencieron a las notorias deficiencias en todos esos rubros de las fuerzas confederadas.
Los cuatro contendientes en el Paraguay conocían bien estas lecciones aunque sólo pudieran aprovechadas parcial y deficientemente. El ejemplo de la organización militar del Norte en la contienda que había tocado a su fin poco antes de que se encendiera esta otra en la parte austral del continente era constantemente invocado por la prensa, por los hombres de Estado y por los diplomáticos. En carta del 16 de junio de 1865, el ministro plenipotencia­rio Domingo Faustino Sarmiento, que acababa de presenciar en Washington el impresionante desfile de 140.000 hombres frente a la Casa Blanca, le ex­presó al ministro de Relaciones Exteriores, Rufino de Elizalde, su inocultable admiración por la sencillez pero también por la eficacia del aparato militar que allí se mostraba.
A su vez, en la Guerra Franco Prusiana se recogieron útiles enseñanzas de las hostilidades de la Triple Alianza, tanto a través de informes diplomáticos y de la compulsa de la prensa, como en forma directa, mediante la terrible ex­periencia de Max von Versen, que había estado en el Paraguay como veedor en el ejército del mariscal López y, tras sufrir castigos y prisión, había sido res­catado por las tropas que perseguían a sus carceleros. Muchos años después, el oficial, convertido en mayor general y ayudante del káiser, propuso la adop­ción de la lanza de caballería argentina, cuya eficacia había comprobado du­rante el ataque que le dio la libertad 2. Las líneas de trincheras que tendieron los ingenieros militares europeos en la compleja geografia paraguaya fueron precursoras de las que costaron tantas vidas en los constantes ataques y con­traataques para ganar palmos de terreno en la Primera Guerra Mundial.


Los protagonistas

       Corresponde señalar brevemente la situación de los cuatro países protagonistas al iniciarse el gran drama que los enfrentó.
       La Argentina se encontraba en medio del proceso de Organización Nacional iniciado en 1852, luego de la batalla de Caseros en la que había caído la dictadura de Rosas. tras nueve años de secesión, Buenos Aires volvió efectivamente al seno del país luego de la batalla de Pavón (17 de septiembre de 1861), pues si el 11 de noviembre de 1859, recién  apagados los fragores de la batalla de Cepeda, se había acordado la incorporación del denominado Estado rebelde, éste había obsta utilizado toda posibilidad de hacerlo como una parte más de la Confederación Argentina, animado del propósito de ser siempre una especie de primus inter pares. La asunción del general Bartolomé Mitre a la presidencia de la República definitivamente unificada marcó el comienzo de una difícil época de afianzamiento institucional en la que tuvo que enfrentarse con la hostilidad latente en la mayoría de los habitantes de las provincias -excepto sus simpatizantes dentro del Partido Liberal- , que eclosionó en  levantamientos como los de Chacho Peñaloza (2862-1863) y con los disensos del autonomismo porteño, inclinado a mantener a toda costa la independencia política y económica de Buenos Aires con respecto al resto del país.
Según le recordó Mitre desde las páginas de La Nación a su sucesor Sar­miento -quien lo había acusado a través de El Nacional de haberle entrega­do el poder sin una escolta bien uniformada ni muebles decorosos en la Ca­sa de Gobierno-, cuando él había asumido la primera magistratura "todo el tesoro público consistía en una onza de oro falsa y dos monedas de plata de baja ley". Sin embargo, afirmó, había podido con ellas reorganizar las finan­zas, construir ferrocarriles y telégrafos y realizar otras obras indispensables, aunque no le hubiese alcanzado "para renovar las sillas y los sofas". Esa situa­ción había repercutido también en la faz defensiva interna y externa. Por otra parte, el desarrollo del país estaba acotado por el desierto -vastas regiones en poder de los indios- y por su escasez de habitantes, que no alcanzaban los dos millones, carencia que comenzó a ser paliada durante la administración de Mitre a través de la inmigración europea.
 En cuanto a sus relaciones internacionales, la Argentina dedicaba los es­casos recursos de  que disponía a atender sus vínculos con Gran Bretaña, Fran­cia y otras naciones de Europa. Acababan de producirse hechos que afectaban profundamente a pueblos americanos sin que el país hubiese adoptado una postura de enérgica reprobación ante las agresiones extracontinentales. Si re­sultó tibia su actitud ante la  aventura militar en México, no lo fue menos con respecto a a la guerra naval que España llevó a Chile y al Perú, a pesar de la presión ejercida por una parte de la prensa, por la  opinión pública y por la oposición política.
Esa indiferencia frente al conflicto del Pacífico tendría su costo. Cuando la Argentina se encontraba empeñada en la guerra de la Triple Alianza, desde Chi­le se alentó y subsidió el levantamiento montonero de Felipe Varela.
Las relaciones con los demás países limítrofes fueron igualmente difíciles.
El Brasil contaba por entonces con casi diez millones de habitantes, de los cuales algo menos de la mitad eran negros esclavos e indios. Regido por una monarquía constitucional cuya cabeza era el emperador Pedro II, hombre en­tregado al estudio de las ciencias, de carácter retraído y melancólico, la vida política estaba signada por la presencia de dos grandes partidos: el Conserva­dor y el Liberal. Pese al normal funcionamiento parlamentario, el monarca intervenía en forma directa en todas las cuestiones de Estado. Aun con convul­siones de la magnitud de la revolución republicana de Río Grande del Sur, y presiones de los terratenientes de los estados norteños, el Brasil presentaba la fisonomía de un país ordenado y progresista. No había renunciado a las pre­tensiones hegemónicas heredadas de Portugal, que lo habían llevado en el pa­sado a invadir al Uruguay y crear la República Cisplatina; a librar una guerra con la Argentina, a intervenir directa o indirectamente en sus enfrentamientos intestinos y a buscar resquicios por donde ejercer su influencia en el Pa­raguay. El Imperio contaba con un ejército de 30.000 hombres -dislocado en su inmensidad territorial, circunstancia que provocaría grandes dificultades de movilización al comenzar la guerra contra el Paraguay- y con una con­siderable marina, en la que no faltaban los modernos acorazados.
La República Oriental del Uruguay sufría aún las consecuencias de sus prolongados y tremendos enfrentamientos entre blancos y colorados, que venían desangrándola desde hacía décadas. Con una población de cuatrocien­tas mil almas soportaba una situación económica difícil, derivada de las esca­sas fuentes de recursos con que contaba y de las constantes revoluciones que agitaban su territorio. El general Venancio Flores, quien, tras haber sido de­rrocado en 1856 por los blancos y los colorados disidentes, había participado ac­tivamente en las luchas de la Organización Nacional argentina y comanda­do una división del ejército de Buenos Aires en Pavón, procuraba hacerse cargo del poder con la ayuda del Brasil. El caudillo colorado gozaba del triste privilegio de haber sido el responsable de la "matanza de Cañada de Gó­mez", ocurrida en noviembre de 1861, cuando sorprendió mientras dormían a fuerzas confederadas en ese punto del territorio santafesino y las eliminó sin piedad, con escaso costo de vidas para sus efectivos. Tras planear desde la propia sede de las autoridades argentinas una revolución contra el gobierno blanco de Bernardo Prudencia Berro, había desembarcado en armas en el Uruguay. En Buenos Aires, una parte de la prensa aplaudió lo ocurrido, pe­ro en el interior del país y particularmente en Entre Ríos surgió una vasta corriente de apoyo a los blancos, concretada en el envío de voluntarios, entre los que se encontraba un hijo del general Justo José de Urquiza.
En cuanto al Paraguay, exhibía una situación interna ordenada y homo­génea. Sometido a regímenes autoritarios, desde que en 1811 se había apar­tado de la autoridad de Buenos Aires, pasó a un completo aislamiento du­rante la cruel dictadura del doctor Gaspar Rodríguez Francia. Esa situación de apartamiento de las peleas que sacudían a algunos de sus vecinos, de co­hesión lograda por el terror y de prosperidad dentro de un esquema eco­nómico primario pero auto suficiente, le había permitido desarrollar diver­sos emprendimientos tras la muerte del Supremo. Luego de un interregno gubernativo asumió la presidencia Carlos Antonio López. Sin renunciar a un autoritarismo que no conocía límites, el mandatario actuó con sagaci­dad e inteligencia frente a sus vecinos e incluso ante las potencias extranje­ras. Mantuvo razonables buenas relaciones con la Argentina y con el Brasil, supo ser enérgico frente a las presiones de los Estados Unidos a raíz de un conflicto en el que actuó como mediador el entonces presidente Urquiza, y dio a su hijo Francisco Solano -quien debía reemplazarlo en la conduc­ción del Paraguay cuando muriera y asumió el mando el 16 de octubre de 1862- un consejo que no cumplió: que arreglase los problemas limítrofes con la pluma y no con la espada. Mientras el resto de los países del Plata su­frían las consecuencias de sus permanentes disensos fratricidas, el Paraguay creció mediante la explotación de sus principales productos: el tabaco, la yerba mate y la madera. Construyó un ferrocarril, tendió un telégrafo, abrió una fundición de hierro y fabricó papel y tejidos. Por otro lado, suministra­ba una más que aceptable instrucción a sus habitantes y contaba con un ejército de casi 20.000 hombres. Distaba, eso sí, de ser una potencia militar incontrastable, como se ha afirmado tantas veces, según lo demostró feha­cientemente Efraim Cardozo.
Algunos autores sostuvieron a fines de los años 60 y 70 de este siglo que la clave última para comprender la Guerra del Paraguay estaba en el imperia­lismo inglés. Argumentaron que hacia 1860 la crisis amenazó a la rama fun­damental de la industria textil británica: la algodonera, a raíz de que la guerra civil de Estados Unidos la había privado de su principal proveedor de materia prima
Con el fin de evitar en lo sucesivo la dependencia de una fuente pre­ponderante en el suministro de productos básicos --señalaban- la diplo­macia británica buscó en el ámbito de la cuenca del Plata un aprovisiona­miento alternativo de cereales en las llanuras pampeanas y uruguayas, y de al­godón en el Paraguay y en el nordeste argentino. Para lograr ese propósito contaba con aliados locales dispuestos a organizar las economías vernáculas en función de las necesidades de la "metrópoli". En ese contexto era preciso eli­minar el mal ejemplo del Paraguay estatista, de economía cerrada, autosufi­ciente y proteccionista y por tanto serio obstáculo al "librecambismo civiliza­dor": la guerra habría sido financiada por los empresarios ingleses para dejar a los países miembros de la Triple Alianza más endeudados y dependientes que antes.

Si bien puede admitirse que ésta pudo haber sido la consecuencia final de la guerra, parece falto de sustento atribuir a Gran Bretaña la responsabilidad del conflicto. Si se tiene en cuenta que su política tradicional fue impedir el dominio hegemónico de la cuenca del Plata por alguna de las dos naciones sudamericanas que lo disputaban, nada hubiese sido más incoherente que alentar la tendencia del Imperio de Pedro II a expandir su influencia sobre el Paraguay, luego de haberla acrecentado sobre la República Oriental del Uru­guay a partir de Caseros.
No es preciso buscar instigadores foráneos. La guerra fue el producto de la acción consciente de los gobiernos de los países involucrados. Que los re­sultados no respondieran a sus expectativas y a la postre afianzaran el control financiero británico, es otra cuestión.


Antecedentes inmediatos del conflicto

La situación política del Uruguay provocó una sucesión de acontecimien­tos que hicieron eclosionar viejas diferencias y alentaron otras nuevas. Al co­nocer el apoyo que en las esferas oficiales de la Argentina se brindaba a Ve­nancio Flores, el general Francisco Solano López experimentó una irreprimi­ble alarma. Buenos Aires, gobernada por Mitre, había subrayado antes de Pa­vón el papel del Paraguay como antemural de los propósitos expansivos del Imperio sobre la Argentina, a raíz del acercamiento entre la Confederación y el Brasil. Sin embargo, resultaban notorias las coincidencias de las alas radica­les del liberalismo de ambos países. Por otra parte, los enemigos de López residentes en la Argentina contaban con una facilidad de movimientos que no podía admitir quien se había formado en la escuela del autoritarismo había recibido el poder omnímodo por mandado de su padre. En junio de 1863, el gobierno uruguayo había detenido al vapor argentino Salto, que transportaba materia de guerra para Flores, peses a la afirmación del ministro Elizalde de que la Argentina era neutral, situación que exasperó aún más a los adversarios del gobierno de Mitre e hizo pensar al pre­sidente paraguayo, animado por el deseo de convertirse en árbitro del equili­brio en el Plata, que el gobernador de Entre Ríos y ex primer mandatario Urquiza iba a alzarse en armas contra el gobierno nacional para reinstaurar la Confederación sin Buenos Aires. Así se lo había hecho creer el cónsul de su país en Entre Ríos.
A raíz de la gran tensión existente, la Argentina y el Uruguay firmaron un protocolo por el cual ambos se declararon satisfechos con respecto a las recla­maciones recíprocas, fijaron bases de neutralidad y establecieron el arbitraje del emperador del Brasil para el caso de producirse diferencias en el futuro. Pero en septiembre llegó a Asunción un representante del presidente urugua­yo Bernardo Prudencio Berro con el fin de pedir protección para la indepen­dencia uruguaya y asegurar el "equilibrio continental", expresión y fórmula que por entonces se agitaba con fuerza en el Viejo Mundo. El doctor Octa­vio Lapido denunció ante López lo que tituló complicidad del gobierno ar­gentino con los revolucionarios colorados y manifestó que, si era necesario, su patria lucharía sola contra los adversarios que surgieran. El presidente para­guayo -carente de la prudencia de su padre y animado por un afan de pro­tagonismo que según algunos se vio acrecentado durante su permanencia en la Francia de Napoleón III- cayó en un dificil y peligroso juego. En efecto, López dirigió al presidente Mitre un enérgico reclamo en nombre de los in­tereses de su país y del equilibrio en el Plata, acompañando las denuncias de Lapido, quien, advertido de la gravedad de la situación, procuró dar marcha atrás. López no estuvo dispuesto a ello y ofreció su mediación en el conflic­to argentino-uruguayo. Esto hizo que el canciller oriental procurase modifi­car el protocolo y reemplazar a Pedro 11 por López como mediador. Pero el ministro de Relaciones Exteriores Elizalde respondió que hacerlo significaría desairar al emperador, y el documento quedó en definitiva como estaba. Ello acentuó el disgusto de López hacia las autoridades argentinas y originó la ma­nifestación del canciller paraguayo de que su país prescindía de las explicacio­nes argentinas y que en lo sucesivo actuaría libremente con respecto a la si­tuación uruguaya.
Brasil no quiso estar ausente en un conflicto en el que podía ganar influen­cia su tradicional rival, la Argentina. Favorecida su diplomacia por la asunción de un nuevo gabinete de corte decididamente liberal, dio urgentes pasos en apoyo del jefe revolucionario colorado Flores, aprovechando los reclamos de te­rratenientes fronterizos deseosos de extender su influencia sobre los feraces campos uruguayos, quienes argumentaban haber sufrido daños por parte de las fuerzas gubernamentales blancas. El Imperio protestó por las incursiones de tro­pas que perseguían a Flores, comenzó a brindarle apoyo militar y acrecentó los vínculos con los "halcones" argentinos, representados prominentemente por Elizalde .
Dicen Floria y García Belsunce: "La diplomacia brasileña se movilizó en­tonces para tomar parte en el problema, siguiendo las más antiguas tradicio­nes nacionales. Y si no podía desplazar la influencia argentina, se intentaba al menos llegar a un empate: unir la propia influencia a la argentina para limi­tarla en el compromiso. Brasil se lanzó entonces a apoyar francamente a Flo­res y adoptó una diplomacia simpática hacia Buenos Aires. La coincidencia li­beral favorecía el paso y Brasil hacía coincidir sus intereses con los nuestros para su beneficio".
Por su parte expresa Efraim Cardozo: "Desde que Brasil se había hecho pre­sente en el Estado Oriental, sin concitar la oposición argentina y despreciando la mano que le tendiera López, y desde que la prensa de Buenos Aires negaba abiertamente la autonomía paraguaya, sin tampoco merecer las tradicionales protestas brasileñas, López se consideraba autorizado a suponer que ambos paí­ses se estaban poniendo de acuerdo para fundar «nuevas bases de equilibrio en el Plata». ¿A la clásica concepción de dos potencias, el Brasil y la Argentina, que se vigilaban recíprocamente con igualdad de poderío para impedir que la independencia del Paraguay y del Uruguay se extinguiera, en beneficio del rival, ve­nía a suceder la idea de dos países que, olvidando sus seculares antagonismos se daban la mano para proceder al reparto amigable, en porciones salomónicas, del motivo de tantas discordias, de tal suerte que el equilibrio no quedara roto por­que el acrecentamiento de poder sería simultáneo y equivalente: el Uruguay pa­ra el Brasil y el Paraguay para la Argentina?".
Ante la ayuda que recibía Flores por parte del Imperio, el nuevo presi­dente uruguayo, Atanasio Aguirre, volvió a pedir apoyo al Paraguay. Mientras tanto, Mitre enviaba a José Mármol a Río de Janeiro para averiguar qué po­lítica seguiría el gobierno y convenir formas de acción conjunta.
Pero el Brasil ya se había lanzado resueltamente en su propósito de im­poner a Flores y con él su política en la antigua Banda Oriental. Apoyándo­se en la amenazadora presencia de su escuadra en el Río de la Plata, envióun ultimátum al gobierno uruguayo. Descolocado por la fuerza de los acon­tecimientos, Mitre propuso una mediación conjunta argentino-británica an­te blancos y colorados, para disminuir la influencia del Brasil, pero éste bloqueóla maniobra adhiriendo a la gestión. Como consecuencia de ella, el presiden­te Aguirre accedió a integrar su gabinete con ministros colorados, pero sus partidarios no quisieron que Flores ocupara la cartera de Guerra. En conse­cuencia, la concertación fracasó.
La situación rioplatense iba complicándose día a día y los sucesos se de­sarrollaban con fatal celeridad. Así, llegó a Buenos Aires un enviado del Im­perio,José Antonio Saraiva, en pos de conseguir que el gobierno argentino obrase en un todo de acuerdo con el brasileño. Mitre eludió el problema con un simple ofrecimiento de colaboración que dejó al Imperio en situa­ción de actuar sin objeción alguna. Poco después su escuadra atacaba un bu­que oriental, y en forma casi inmediata Saraiva impulsaba la invasión al Uruguay, que se produjo el 14 de septiembre. Paralelamente, el presidente de este último país recibía la confirmación de que el Paraguay 10 protege­ría sin vacilaciones.
Decidido a golpear contundentemente, López dispuso el apresamiento del Marqués de Olinda, buque de bandera brasileña que navegaba hacia Ma­to Grosso. La acción se produjo el 12 de noviembre de 1864. Al día siguien­te el mandatario paraguayo declaró que su país se consideraba frente a un caso de guerra y dispuso la invasión de aquella lejana provincia imperial, donde no encontró resistencia. El drama que envolvería a cuatro pueblos su­damericanos entraba en su etapa decisiva.

Enterado de los acontecimientos y pese a la prédica belicista de algunos órganos de la prensa porteña, Mitre decidió redoblar los esfuerzos en su intento por mantenerse neutral. No pensaban lo mismo sus ministros Elizalde y Gelly y Obes, que veían en cuanto ocurría una especie de señal para que la Argentina con­tribuyese a instaurar un gobierno liberal en el Paraguay. Saraiva procuró tentar al presidente argentino ofreciéndole una alianza y el mando supremo en caso de guerra. Pero éste decidió mantener a su país alejado del crepitar de la hoguera. "Lo exigía la reorganización interna del país; lo exigía la opi­nión pública con el Brasil, lo exigía también la situación política de la cuen­ca mediterránea, donde Urquiza continuaba ejerciendo una indiscutible in­fluencia».
López seguía convencido de que los federales argentinos, y en primer lu­gar Urquiza, se alzarían contra los porteños, representados por el presidente, y respaldarían su política, lo que a la postre le permitiría jugar un papel prepon­derante en la vida rioplatense. Pero el mandatario entrerriano -aun después de la sangrienta toma de Paysandú (febrero de 1865) por parte de las tropas coloradas de Flores, que contaron con el auxilio de fuerzas terrestres y navales del Brasil y finalmente doblegaron la heroica resistencia de Leandro Gómez y sus subordinados, entre los que había no pocos argentinos- desoyó las inci­taciones que le llegaban por distintos conductos y decidió permanecer fiel al gobierno nacional. No sólo eso: remitió al presidente Mitre la corresponden­cia que mostraba las intenciones y descubría las redes tendidas por el presi­dente paraguayo. Este, que por aguardar la decisión de Urquiza había demo­rado en efectivizar su auxilio al gobierno blanco, ahora encabezado por Tomás Villalba, se encontró con que el nuevo mandatario accedió a firmar un acuer­do por el cual Flores recibiría la presidencia del Uruguay. A partir de aquel 20 de febrero de 1865, Brasil contó, para repeler el ataque paraguayo, con su alia­do oriental.
Y Francisco Solano López pensó en la posibilidad de declarar la guerra a la militarmente débil República Argentina donde, si bien prevalecía en el es­píritu del presidente Mitre la idea de neutralidad, se alzaban voces enfrenta­das que clamaban contra Flores y el Brasil o consideraban un imperativo unir esfuerzos para derrocar a quien veían como un fiel exponente del autoritaris­mo y una barrera para la expansión del liberalismo en el Paraguay. Incluso en­tre los jefes del Ejército Argentino, profundamente divididos en sus simpatías hacia unos u otros, parecía corporizarse el fantasma de la guerra. De ello da cuenta, por ejemplo, este párrafo de la carta que el coronel Ignacio Rivas le dirigió a Mitre desde Tapalqué el 15 de diciembre de 1864, es decir, antes del cruento desenlace de Paysandú: "Si, como es probable, nosotros entramos a la lucha que el Paraguay nos provoca, es allí donde puede la Legión Extranjera prestar buenos servicios por la calidad de los hombres que la forman, y por el deseo que su jefe tiene de hacerse conocer".
Los dos contendientes consideraron indispensable emplear el territorio argentino como lugar de paso para operar contra el adversario. Brasil, cons­ciente de la necesidad de garantizar el abastecimiento de su escuadra y de su ejército, entonces aún más débil que el paraguayo, pretendía obtener permiso del gobierno nacional con dicho objeto. Otro tanto buscaba el Paraguay, en su propósito de llevar la ofensiva hacia Río Grande del Sur. Dice el coronel Félix Best: "La zona de frontera común o de contacto territorial entre los be­ligerantes, por la carencia de caminos, recursos, etcétera, no era apta para ope­raciones militares". Por ello, ambos beligerantes pensaron en obtener el libre pasaje por la zona más directa y de condiciones operativas más favorables pa­ra dirigirse hacia sus objetivos estratégicos; esta zona era el norte de Corrien­tes. Mitre negó el libre tránsito pedido por el Imperio e hizo lo propio an­te una solicitud similar del Paraguay, fechada el 14 de enero de 1865. En am­bos casos, el presidente argentino subrayó el principio de neutralidad.
López, decidido a llevar adelante sus planes y considerándose fuerte para combatir también con la Argentina, resolvió cruzar importantes efectivos por la zona limítrofe litigiosa al sur del Paraná (nordeste de Corrientes), sin aten­der al urgente pedido de explicaciones formulado por Mitre en febrero de 1865, a raíz de la concentración de considerables fuerzas en ella. El 17 de mar­zo de 1865, el Congreso del Paraguay declaró la guerra, aunque recién noti­ficó tal decisión el 29 de ese mes, con el fin de producir un ataque por sor­presa. La nota oficial fue recibida por el cónsul paraguayo el 8 de abril, pero siguiendo instrucciones no la entregó sino el 3 de mayo, cuando habían pa­sado ya varios días de la invasión a Corrientes.

La guerra

El 13 de abril, cinco buques de guerra paraguayo s se apoderaron de dos pequeñas naves argentinas, el Gualeguay y el 25 de Mayo, en la ciudad de Co­rrientes. Un día después, una columna al mando del general Robles tomaba la capital de la provincia del mismo nombre y se lanzaba en pos de distintos puntos estratégicos, avanzando con gran celeridad. De inmediato, y mientras ocupaban el gobierno tres adictos a los paraguayos, el mandatario Manuel La­graña se dedicaba a organizar la resistencia, formando lo que dio en ser lla­mada Vanguardia Correntina. Las fuerzas de López, convertido en mariscal por el Congreso de su patria, no tuvieron demasiados miramientos con la pobla­ción civil, tomaron cautivas entre las mujeres de las principales familias y en­viaron prisioneros a los oficiales y tripulantes de los buques argentinos que pudieron prender, la mayoría de los cuales murieron en medio de crueles pa­decimientos durante el desarrollo de la guerra.
La noticia de lo ocurrido provocó la entusiasta reacción de la juventud porteña y de algunas ciudades del interior del país -como lo mostraremos en el siguiente capítulo-, pero produjo vigorosas resistencias en el resto de la República, donde algunos adversarios al gobierno consideraban preferible unirse a los paraguayos contra Mitre que combatir a su lado, mientras otros afirmaban que el verdadero enemigo no era quien había penetrado violenta­mente en el territorio nacional, sino el secular adversario brasileño.
Mitre dispuso diversas medidas para movilizar a un país cuyo ejército no estaba en condiciones mínimas de operatividad, y se puso de inmediato de acuerdo con el Brasil y el Uruguay para constituir una alianza. De nuevo, el Imperio veía favorecida su política de influencia en el Plata.
El 1° de mayo de 1865, Argentina, Brasil y Uruguay firmaron el 'Tratado de la 'Triple Alianza, fuente de conflictos entre quienes lo suscribieron y de acerbas críticas en la opinión pública de los respectivos países y del resto de América y Europa. Sintetizan admirablemente FIoria y García Belsunce: "Tu­vo razón el historiador brasileño Joaquín Nabuco cuando dijo que nunca se había concretado un tratado tan fundamental con tanto apresuramiento. Exi­gidos por las circunstancias, se buscó dar forma de hecho a la alianza. Esta es­tuvo a punto de naufragar por la cuestión del mando de las tropas. Cuando Mitre dijo que si el mando supremo no correspondía al presidente de la Re­pública no había alianza, Almeida cedió. Como compensación, Tarnandaré re­cibió el mando supremo naval. El propósito confesado de la Alianza es «hacer desaparecer el gobierno de López respetando la "soberanía, independencia e integridad territorial del Paraguay". Es la primera vez en la historia, probablemente , que se aplicó un principio que si no es igual, es muy próximo al de la "rendición incondicional", pues no había posibilidad alguna de un cambio de gobierno espontaneo en Paraguay. Tampoco se respetaba la integridad territorial desde que se fijaban lo s límites el Paraguay con Brasil y Argentino con generosidad para los aliados. En realidad, los argentinos no sabían hasta dónde iban sus derechos territoriales y optaron por la reclamación más amplia. Casi in­mediatamente de firmado el tratado, Brasil reacciona y a su pedido se firma un protocolo reversible que establece que los límites argentinos -fijados so­bre el río Paraguay hasta Bahía Negra- son sin perjuicio de los derechos de Bolivia. Este protocolo es la primera gran derrota argentina en la alianza. Bra­sil había por ella neutralizado los derechos argentinos y creado un conflicto latente con Bolivia.
"También se pacta que Paraguay será obligado a pagar las deudas de gue­rra. Pero el grueso de las cláusulas del Tratado no está dirigido contra Para­guay sino al recíproco control de los aliados, en clara manifestación de mutua desconfianza: ninguno de los aliados podrá anexarse o establecer protectora­do sobre Paraguay (cláusula 8'), no podrán hacer negociaciones ni firmar la paz por separado (cláusula 6'), se garanten recíprocamente el cumplimiento del tratado (cláusula 7')"
Y señalan los expresados autores que en el Tratado "Mitre cometió un error: se declara, en una frase elocuente y política, que la guerra es contra el gobierno de López y no contra el pueblo paraguayo. Cuatro años des­pués, en la célebre polémica con Juan Carlos Gómez, Mitre debió rectifi­carse: los argentinos no habían ido al Paraguaya derribar a un tirano sino a vengar una ofensa gratuita, a reconquistar sus fronteras de hecho y de dere­cho, a asegurar su paz interior y exterior, y había obrado igual si el invasor hubiese sido un gobierno liberal y civilizado. Era la verdad tardía, pero también es cierto que se había ido a la guerra con menos escrúpulos contra un "régimen bárbaro".
Los brasileños quedaron descontentos con el Tratado, al que consideraron un triunfo de la diplomacia argentina en materia limítrofe, ya que había lo­grado la margen oriental del Paraná hasta el Iguazú y la margen occidental del Paraguay hasta el paralelo 20, es decir, había obtenido una frontera común con el Imperio, situación que éste había cuidado siempre de evitar. "Nunca la Ar­gentina podía haber pretendido extenderse arriba del río Bermejo o como máximo del Pilcomayo. Los nuevos límites le darán una influencia decisiva so­bre el Paraguay".

Desarrollo de las operaciones

Mientras la Argentina adoptaba una serie de medidas que modificaran su estado de indefensión y le permitieran desalojar al enemigo de su territorio, y el Brasil y el Uruguay ponían en marcha sus respectivas maquinarias mili­tares para una guerra que, contra las previsiones de los más entusiastas, pro­metía ser larga y dificil, las tropas paraguayas alcanzaban sus objetivos pero con escaso ímpetu ofensivo. Las columnas que debían operar, respectivamente, so­bre las costas del Paraná y el Uruguay para dificultar las operaciones conjun­tas de los aliados, estaban comandadas por jefes mediocres, de menguados re­cursos estratégicos y tácticos; simples ejecutores de las órdenes de López sin capacidad alguna para modificarlas en atención a las circunstancias. El general Robles penetró en cuña, con sus 20.000 hombres, hasta Goya, donde se de­tuvo sin saber qué hacer. En cuanto al teniente coronel Estigarribia, con sus 11.000 soldados, se preocupó por hacerse fuerte en la ciudad brasileña de Uruguayana, sin realizar el menor movimiento ofensivo.
El general Wenceslao Paunero, nombrado comandante de las primeras fuerzas de línea que pudo despachar el gobierno argentino -pequeños ba­tallones de infantería con alto número de efectivos extranjeros- salió a campaña y aprovechando la marcha del grueso del ejército paraguayo hacia el sur, atacó el 25 de mayo de 1865 la ciudad de Corrientes. Fue un com­bate denodado y heroico que no tuvo más resultado que entusiasmar a los partidarios de la guerra, pero que trajo represalias para los habitantes. El ge­neral volvió a embarcarse y se dirigió a Esquina en busca de refuerzos. Ob­tuvo algunas tropas enviadas por Urquiza al mando del general Manuel Hornos, con lo que pudo remontar su pequeño ejército a 2.800 hombres y 24 cañones, efectivos sin duda exiguos para enfrentar a Robles.
Pero el 11 de junio se produjo la batalla naval de Riachuelo, en que las naves brasileñas al mando del vicealmirante Barroso derrotaron a la escua­dra comandada por el capitán Meza. El Paraguay no pudo reponerse de la pérdida de tres buques y seis chatas, con lo que perdió definitivamente su línea de comunicaciones fluviales con el exterior y, por ende, la posibilidad de recibir elementos de guerra. En cuanto a los aliados, a raíz de esa victo­ria lograron el dominio absoluto del Paraná y con ello la seguridad de los envíos de armamentos, víveres y hombres; obtuvieron facilidades para rea­lizar operaciones combinadas contra la retaguardia de los adversarios y es­tuvieron en condiciones de dificultar la acción enemiga sin temor a las po­siciones de artillería del Riachuelo. Así, en pocos días, se desbarató todo el plan ofensivo de López, aunque, en previsión de dificultades, el presidente y generalísimo Mitre decidió cambiar el centro de concentración de tropas argentinas a Concordia, en lugar de Goya, y fijar un punto de reunión de brasileños y uruguayos en Paysandú o en Salto.
Mientras Mitre llegaba a dicho punto de la provincia de Entre Ríos, Pau­nero, que había recibido órdenes de incorporarse y subordinarse a Urquiza, demoró su cumplimiento, en parte por los problemas surgidos entre las fuer­zas correntinas de vanguardia, a los que se agregaban las desavenencias con el gobernador Lagraña. De pronto, en la noche del 3 al 4 de julio se produjo el desbande de las tropas entrerrianas en Basualdo, sin que Urquiza pudiera im­pedirlo. Miles de hombres abandonaron a su hasta entonces indiscutido jefe de Caseros, Cepeda y Pavón, renuentes a combatir junto a los porteños con­tra los paraguayos. Esta defección significó un duro golpe que retrasó osten­siblemente las operaciones.
En tanto el generalísimo procuraba disciplinar a sus soldados en Concor­dia, las tropas aliadas al mando del general Venancio Borges, entre las que se ha­llaban las del Primer Cuerpo de Ejército a las órdenes de Paunero, vencían al mayor Duarte en la batalla de Yatay, con escasas pérdidas para aquéllas (17 de agosto de 1865). La victoria permitió poner sitio a Uruguayana. Frente a ella se produjo el primer conflicto serio entre argentinos y brasileños. Estos se ne­garon a aceptar el comando de Mitre por entender que debía ejercerlo el em­perador, ya que la ciudad se hallaba en territorio del Brasil. El generalísimo amenazó con repasar el río Uruguay y el almirante Tamandaré con detener el cruce  a cañonazos. Finalmente llegó don Pedro II, quien pronunció la célebre frase: "Eu mando, vocé fará", que mantuvo a Mitre al frente de las operaciones. Extenuadas las tropas paraguayas, que en los últimos momentos carecían de alimentos y hasta bebían kerosene, su jefe, Estigarribia, capituló el 18 de septiembre, cuando los aliados se aprestaban a tomar la posición por asalto.
Cabe consignar que el 12 de agosto la Armada Argentina había tenido su primero y único combate realmente significativo durante la guerra, al forzar las baterías paraguayas de Paso de Cuevas, próximas al pueblo de Bella Vista. En la acción, el Guardia Nacional, buque insignia de la Escuadra a las órdenes del co­ronel de marina José Murature, había sufrido serias averías en su endeble casco y la desgracia de haber perdido a los guardiamarinas Enrique Py y José Ferré, hijos del comandante de la nave, Luis Py, y del ex gobernador de Corrientes Pedro Ferré, respectivamente. A partir de entonces, los buques de la Armada rea­lizaron importantes tareas de transporte, en tanto las naves acorazadas brasileñas asumieron compromisos de mayor riesgo.
Frente a estos acontecimientos, López ordenó el 7 de octubre la retirada de la columna del Paraná, que pudo cruzar a territorio paraguayo sin que la división brasileña estacionada en Riachuelo hiciese nada por impedido. Tal conducta fue, sin duda, uno de los motivos determinantes de la prolongación de la guerra.

Avance aliado hacia el Paraguay

Con una lentitud que se explica por la heterogeneidad de las fuerzas alia­das, los frecuentes conflictos entre sus mandos intermedios y, fundamental­mente, los serios problemas para abastecer, disciplinar y armar a los comba­tientes -temas que constituyen la parte nuclear de este libro en lo que res­pecta a los argentinos- se produjo la concentración de las tropas de la Alian­za en las proximidades de la ciudad de Corrientes, convertidas en extensos campamentos. Un primer hecho de armas, ocasionado por una incursión pa­raguaya sobre las fuerzas argentinas con apoyo de fuego de las baterías de Ita­pirú, la batalla de Corrales o Pehuajó (31 de enero de 1866), que pudo haber sido un triunfo con escaso costo de vidas, provocó serias bajas a la Segunda División Buenos Aires por la imprudencia y temeridad de su jefe, el coronel Emilio Conesa. El generalísimo elogió el valor de los guardias nacionales pe­ro recomendó economizar su sangre generosa.
Para abril, Mitre comandaba un respetable ejército constituido por 60.000 hombres, de los cuales, 30.000 eran brasileños, 24.000 argentinos y 3.000 uruguayos, y con 81 piezas de artillería de diferente calibre y poten­cia ofensiva. Las del Ejército Argentino distaban de ser las mejores. A un año y escasos días de la invasión paraguaya a Corrientes, las fuerzas com­binadas -que contaban además con un ejército de reserva de 14.000 hom­bres y 26 cañones comandados por el barón de Porto Alegre- invadieron el Paraguay por el Paso de la Patria.
El 16 de abril pasó la vanguardia al mando del general brasileño Manuel Osario, apoyado por el general Venancio Flores, y tomó el fuerte de Itapirú sin resistencia alguna. Esos 15.000 hombres cubrieron el cruce del resto de las tropas.

Características del terreno

Apenas instalados en sus carpas de campaña, los jefes, oficiales y soldados aliados se encontraron con la realidad de una geografía imponente por su be­lleza pero riesgosa para los argentinos, los uruguayos y los brasileños prove­nientes de regiones completamente diversas. La selva, los bosques, los grandes esteros, se presentaban con características sombrías. El enemigo podía tender eficaces emboscadas, defenderse con menor esfuerzo y tomar con mayor fa­cilidad la ofensiva. El terreno le resultaba familiar, tanto que, mientras los in­fantes de los tres ejércitos aliados deshacían sus zapatos cruzando los esteros y suman lacerantes heridas provocadas por los abatís diseminados por el adver­sario, éste marchaba con el curtido pie descalzo, conocedor de cada acciden­te del camino. Las fortificaciones paraguayas, estratégicamente levantadas pues apoyaban uno de sus extremos sobre el río Paraguay y otro sobre los esteros, no sólo cerraban el camino hacia Asunción, sino que se convertían en barre­ras casi inexpugnables. La mayoría de los combatientes, aun los menos avisa­dos en cuestiones militares, comprendieron que sería muy dificil avanzar en lo sucesivo. Por otra parte, el clima tropical no sólo provocaría serias moles­tias, particularmente a los argentinos y uruguayos, sino que ocasionaría tantas víctimas como las batallas.
El 2 de mayo comenzó una contraofensiva de López, quien atacó la po­sición aliada de Estero Bellaco, y fue rechazado con grandes pérdidas para am­bas partes. Apenas veintidós días después, lanzó sus mejores tropas contra el campamento de Tuyutí. Fue la batalla más grande y sangrienta de América del Sur, en la que cayeron 13.000 paraguayos, entre muertos y heridos, y 4.000 aliados. En las cinco horas de combate, se registraron escenas de valor por par­te de los cuatro ejércitos combatientes. Pero pese al descalabro sufrido en es­ta última acción por las fuerzas del mariscal López, el generalísimo aliado no logró grandes avances que le permitieran dominar las posiciones encerradas en el denominado Cuadrilátero 12.
Mitre ordenó el 17 y 18 de julio el ataque a las defensas de Sauce o Bo­querón, durante el cual sufrieron grandes pérdidas, estimadas en 5.000 bajas, las fuerzas argentinas, brasileñas y orientales, y 2.000 las paraguayas. Tal fraca­so se vio compensado en parte por la toma de Curuzú, el 2 de septiembre, que puso a los ejércitos de la Triple Alianza frente a las trincheras de Curu­paytí. Las demoras y las lluvias permitieron que el comando paraguayo, auxi­liado por ingenieros de la talla de Thompson, concluyeran las fortificaciones, tornándolas inaccesibles.

Entrevista de Yataytí Corá

Las pérdidas sufridas y la imposibilidad de abastecerse en el exterior habían mostrado palmariamente a López que la guerra estaba perdida. De ahí que in­tentara una paz honrosa, mediante una reunión con el presidente Bartolomé Mitre. La conferencia se realizó el 12 de septiembre de 1866 en Yataytí Corá, entre las líneas de ambos ejércitos, y en su transcurso el mariscal ofreció al man­datario argentino que se buscaran medios conciliatorios considerando que la sangre derramada había sido suficiente para lavar mutuos agravios. Mitre le con­testó que no podía decidir por sí solo y que transmitiría la propuesta a los alia­dos y respondería por escrito. El dictador se había presentado a la entrevista "con gran séquito, en caballo blanco y con poncho color punzó y fleco de oro. El general Mitre vestía uniforme de general y gorra y el general Flores se pu­so, por primera vez en la campaña, su uniforme de general y con quepí".
"Mitre terminó la conferencia cambiando un látigo con él. Al general Flores le propuso también cambiar algo con él, pero éste le contestó: «Na­da deseo cambiar con el señor mariscal». «Un cigarro», replicó López. «Fu­mo los míos», fue la respuesta seca y tal vez poco galante de este experimen­tado guerrero a quien, a falta de instrucción, sobran sagacidad y eficacia. Tal vez estaba resentido porque le dijo que él era el causante de la guerra" .
En Brasil, la reunión fue interpretada como un intento argentino de al­canzar la paz fuera de lo prescripto por el Tratado de la Triple Alianza, y el emperador Pedro 11 llegó a afirmar: "Abdicaré más bien que tratar con semejantes déspotas".

Rechazo de Curupaytí

El 22 de septiembre de 1866, el ejército aliado atacó las fortificaciones de Curupaytí, defendidas por trincheras y profundos fosos precedidos de espino­sos abatís. El comandante de la escuadra brasileña, Tamandaré, había prometi­do el día anterior que destruiría "tudo isso em duas horas", pero el bombardeo de los cañones de grueso calibre no hicieron mella a las baterías paraguayas ni destruyeron los depósitos de municiones. Era unánime la idea de los compo­nentes de las tropas argentinas y brasileñas de que morían miles de hombres en el intento. Así fue. Luego de dar la escuadra la señal de que había dañado suficientemente el objetivo, marcharon las columnas que, tras cuatro horas de denodados esfuerzos y elevadas pérdidas debieron retirarse al oír el fatídico toque del cuartel general. Los aliados sufrieron 4.000 bajas y los paraguayos, que no podían ser alcanzados desde su inconquistable posición y elegían los blancos según los grados militares que ostentaban, perdieron sólo 92 hombres. Como consecuencia de la denuncia de Mitre de que Tamandaré no había cumplido su misión, el ministro de Guerra del Brasil renunció, fueron releva­dos el almirante y el general barón de Porto Alegre y puesto al frente de las fuerzas brasileñas el marqués de Caxias. La mayoría de los batallones argenti­nos quedaron en esqueleto, algunos mandados por tenientes, y dada la magnitud del descalabro fue necesaria una larga etapa de reorganización en el campamento de Tuyutí que duró casi un año, pues recién en junio de 1867 pudo el generalísimo aliado ordenar un movimiento por el flanco del este pa­ra interponerse entre las fortificaciones del enemigo y la ciudad de Asunción. Las enfermedades y la Revoluci6n de los Colorados, que estalló en las provincias de Cuyo y determinó la marcha de varios batallones a aquellos puntos, con­tribuyeron a acentuar la demora. En cuanto al Brasil, las pérdidas llevaron a manumitir esclavos para incorporarlos al ejército. Las fuerzas uruguayas, diez­madas en Sauce o Boquerón y trabajadas por las dolencias y la deserción, prácticamente habían desaparecido. En otro orden, el Ejército recibía los ecos de las críticas que la prensa y la opinión pública prodigaban a la conducción militar y que tenían sus fuentes de información en las propias filas. Por cier­to, la microvisión de los oficiales subalternos no les permitía conocer las cau­sas profundas de la lentitud de las operaciones.
Pese a todo López ya estaba militarmente derrotado, y su ejército, diez­mado en las acciones anteriores, llamaba a filas a los niños. Lejos de pensar en abandonar el mando y evitar con ello que su país se desangrase en una gue­rra sin esperanzas, seguía firme en la idea que manifestó al caer ellO de mar­zo de 1870 en los confines del Paraguay: "Muero con mi patria".

Etapa final de la contienda

La marcha aliada se vio obstaculizada por desesperados intentos de las fuerzas de López para detenerla, mediante acciones bélicas de diferente im­portancia libradas entre el 11 de agosto y el 3 de noviembre (Paracué, Pilar, Ombú, Tayí, Tataiybá, Potrero de Obella y Tuyutí, esta última particularmen­te gravosa para los paraguayos, que perdieron cerca de 2.500 hombres).
En aquellos momentos, cuando Mitre comenzaba a ver coronados sus es­fuerzos, debió regresar al país para retomar la presidencia a raíz de la inespe­rada muerte del vicepresidente, Marcos Paz, víctima de la epidemia del có­lera. Asumió el mando el marqués de Caxias, lo cual marcó un aceleramien­to de las operaciones derivado del entusiasmo que pusieron los brasileños, hasta entonces renuentes a conceder laureles al generalísimo argentino.
Encerrado en el Cuadrilátero, López se vio forzado finalmente a evacuar por el Chaco la fortaleza de Humaitá, que quedó a cargo de una guarnición reducida y asediada por el cansancio y el hambre, y se ubicó sobre la línea del Tebicuary, con el objeto de cerrar el camino a Asunción. En julio la Sebasto­poI paraguaya, bombardeada sin cesar por la escuadra brasileña, comenzó a ser evacuada lentamente y en silencio, de modo que cuando las fuerzas destaca­das penetraron en ella la encontraron vacía. Sin embargo sus antiguos defen­sores, sitiados en la Isla Poi, terminaron por rendirse.
Ubicado López en la línea de Pikiciry, que resultaba inexpugnable, fue flanqueado por el Chaco, mediante una acertada decisión táctica de Caxias, cuyas fuerzas abrieron picadas en la selva para alcanzar su objetivo. En vez de buscar otra posición más favorable, el mariscal decidió combatir en esa línea, con no más de 10.000 efectivos, formados en buena parte por ancianos y ni­ños. El comandante en jefe de los aliados empeñó 24.000 hombres, que en sucesivos combates fueron debilitando aún más a las tropas paraguayas. Hasta que se produjo la gran batalla de Lomas Valentinas, entre el 21 y el 27 de di­ciembre de 1868. Antes del día 21 López ordenó el fusilamiento de su her­mano Benigno, de su cuñado el general Barrios y del propio obispo de Asun­ción, monseñor Palacios, acusados de conspirar con el enemigo para poner fin a la contienda. Por otro lado, se acrecentaron las vejaciones y torturas a los pri­sioneros, entre los que se hallaban algunos jefes y oficiales aliados, como tam­bién civiles y militares extranjeros. El 27 se inició el ataque al formidable re­ducto de Itá Ibaté, que produjo el aniquilamiento del ejército de López, quien logró huir con un reducido grupo de fieles 14. Poco más de dos meses antes había asumido el nuevo presidente argentino, Domingo Faustino Sarmiento.
E15 de enero de 1869 los brasileños penetraban en Asunción, mientras las tropas argentinas permanecían fuera de la capital del Paraguay. En enérgica nota de don Emilio Mitre, su nuevo jefe, al marqués de Caxias, expresaba en alusión a los saqueos y atropellos perpetrados en la ciudad prácticamente abandonada: "No quiero autorizar con la presencia de la bandera argentina en la ciudad de Asunción los escándalos inauditos y vergonzosos que, perpetra­dos por los soldados de V.E. han tenido lugar».
A partir de entonces comenzó la última etapa de la guerra con la perse­cución de López, que se refugió en los lindes montañosos con Brasil. El ma­riscal cayó a orillas del Aquidabán, ello de marzo de 1870, atravesado repeti­das veces por la lanza del cabo brasileño conocido como Chico Diabo. Con él murió su hijo adolescente, el coronel Panchito López. La prolongada sangría sudamericana tocó a su fin con la destrucción del Paraguay y la ingente pér­dida de vidas y recursos de los tres países que lo enfrentaron.

JPZ

ENTRE CEPEDA Y PAVÓN

De Cepeda a Pavón.

Nuevos elementos de tensión.

        La derogación de los tratados que garantizaban el statu quo en marzo de 1856 restableció las desavenencias entre la Confederación y el Estado de Buenos Aires. Las autoridades de Paraná adujeron, al pronunciarse por la mencionada derogación, que los tratados habían fortalecido la separación del país en dos campos antagónicos. En realidad, este argumento escondía la percepción de que Buenos Aires podía volverse paulatinamente más sólido. Por ello el gobierno de la Confederación se decidió por una política agresiva a fin de unir a la nación antes de que la brecha se extendiese aún más.
    Además del instrumento económico de las tarifas diferenciales, el mencionado gobierno decidió lograr el control del escenario porteño con el apoyo de elementos disidentes, proceso que culminó con resultado adverso en las elecciones de la provincia de Buenos Aires de 1857. Asimismo intentó una vigorosa acción de política exterior en busca de aliados extranjeros.
    El hecho de que existieran grupos opositores en la provincia de Buenos Aires llevó a pensar a las autoridades de Paraná que podían trabajar con esos elementos para incorporar la provincia rebelde a la Confederación. A pesar de que el sitio de Lagos y las posteriores invasiones de los emigrados no habían favorecido las perspectivas de unión, el gobierno de Paraná intentó encontrar alguna fórmula más eficiente de intervención en la política porteña. Las elecciones en la Legislatura para designar al sucesor del gobernador Pastor Obligado habían sido fijadas para mayo de 1857. La persona en quien recayera el nombramiento era relevante para las relaciones entre ambas partes y el gobierno confederal deseaba un gobernador partidario de la unificación en base a la Constitución de 1853, objetivo para lo cual comenzó a trabajar (2).
    Pero si bien el grupo político porteño que había subido al poder a raíz de la revolución septembrina estaba dividido en dos sectores -los que apoyaban el statu quo y los que preferían un programa más agresivo hacia la Confederación-, la actividad de los opositores y su fuerza en la zona rural de la provincia, sumada a la actividad de Urquiza tratando de apoyar la candidatura de Tomás Guido, sirvió para estrechar filas en el partido gubernamental porteño. Este conquistó una sorprendente victoria en las elecciones para conformar la Legislatura en marzo de 1857 y pudo imponer su candidato a gobernador dos meses después. Así, resultó electo Valentín Alsina, el más conspicuo representante de los debates de junio y de la revolución septembrina, hecho que ilustraba un nuevo fracaso de Urquiza en su intento unificador y significaba una ruptura entre los contendientes.
La hostilidad entre Buenos Aires y la Confederación era permanentemente alimentada desde el periodismo de ambos estados. Buenos Aires defendía su tesis de que al menos hasta 1863 (fecha fijada para una eventual reforma constitucional) debía conservarse el statu quo. Pero el presidente Urquiza no estaba dispuesto a trasladar a su sucesor el problema de la integración nacional.
    A su vez, la cuestión de la sucesión presidencial de Urquiza, que finalizaba su período en marzo de 1860, también repercutiría en las relaciones entre la Confederación y Buenos Aires. La campaña electoral no se planteó en discusiones racionales sino que fue una lucha desarrollada "detrás del escenario" por los dos principales candidatos, el vicepresidente Salvador María del Carril y el ministro del interior Santiago Derqui. Ambos lucharon por obtener el apoyo de Urquiza, para que éste hiciera sentir su influencia en el Congreso, en los gobiernos provinciales y sobre los jefes militares.

La crisis en San Juan: el asesinato de Nazario Benavides

        La crisis en San Juan se inició con un enfrentamiento entre el gobernador Manuel José Gómez y su ministro Saturnino Laspiur, ambos de tendencia liberal y partidarios de la candidatura de del Carril por un lado, y el comandante militar de la zona, general Nazario Benavides, por el otro, que culminó con el encarcelamiento del último en septiembre de 1858 bajo la acusación de conspirar contra el gobierno. Del Carril intentó sacar a Benavides de San Juan bajo la protección del gobierno de la Confederación.  Pero los comisionados confederados llegaron tarde y junto con el asesinato de Benavides se desvaneció también la candidatura de del Carril, al aparecer ante Urquiza como sospechoso de complicidad con el núcleo liberal sanjuanino (1).
        De acuerdo con Julio Victorica, el partido opositor a Benavides -financiado por los hombres de Buenos Aires- había logrado desplazarlo del gobierno sanjuanino. El nuevo gobernador Gómez y su ministro Laspiur respondían a la influencia porteña, como así la prensa sanjuanina. Victorica intenta demostrar la implicación de algunos políticos porteños en el episodio, señalando que desde Buenos Aires periódicos como La Tribuna redactado por Juan Carlos Gómez y El Nacional por Domingo Faustino Sarmiento pedían la eliminación de Benavides por cualquier medio.
        La crisis de San Juan se cerró con la intervención a la provincia por parte del ministro del interior Derqui y el general Pedernera, quienes impusieron como nuevo gobernador a José Antonio Virasoro, oficial del ejército correntino. Aunque el orden parecía haber sido restablecido en San Juan, su desenlace traería consecuencias negativas. Derqui había salido fortalecido del incidente y con él también los grupos favorables al uso de la fuerza contra Buenos Aires.

La presidencia de Santiago Derqui (1860-1861).

        No obstante la firma del convenio de San José de Flores, quedaban obstáculos por salvar en el camino de la unificación nacional. Santiago Derqui, un hombre que desde 1852 había demostrado repetidamente su hostilidad a las pretensiones porteñas, había sido elegido presidente de la Confederación. Pronto los hombres de gobierno de Buenos Aires complicaron la gestión del sucesor de Urquiza. Felipe Llavallol, que como presidente de la Legislatura de Buenos Aires y gobernador provisorio había demostrado buena disposición a celebrar el pacto de unión del 10 de noviembre de 1859, comenzó a ser influido por los elementos localistas o autonomistas porteños. Llegó Llavallol a restablecer el ministerio de relaciones exteriores del gobierno de Buenos Aires que el pacto de San José de Flores había hecho caducar. Aquella influencia se había hecho evidente también en la elección de una convención constitucional a fines de diciembre que debía sugerir las enmiendas a la Constitución nacional. En el mes de abril de 1860 la tensión había llegado a un punto que parecía presagiar la reanudación de la guerra civil.
        Finalmente, el gobernador provisorio Llavallol fue reemplazado por el general Bartolomé Mitre, quien asumió como gobernador propietario el 1º de mayo de 1860. Esta elección parecía ensanchar aún más la brecha existente entre Paraná y Buenos Aires. Desde el primer momento el nuevo gobernador dio muestras de mala voluntad hacia el presidente Derqui. Empezó por hacerse llamar gobernador del Estado de Buenos Aires, denominación que el pacto de unión había hecho desaparecer.
        No obstante las perspectivas de guerra civil, Mitre produjo un viraje sorpresivo en la política porteña. Decidió enviar a Dalmacio Vélez Sársfield en misión a Paraná para discutir el siguiente paso en la unificación, dado que la convención constituyente porteña había decidido ya algunas de las enmiendas a la Constitución de 1853.
        La decisión de Mitre de enviar a Dalmacio Vélez Sársfield a Paraná no es interpretada de la misma manera por los historiadores. Para Gorostegui de Torres, Mitre demostraba con ello que encarnaba una política favorable a la unión entre los dos Estados. En cambio Julio Victorica señala que, no obstante la mala voluntad del gobernador Mitre en términos de negociación con el gobierno de Paraná, el ministro de gobierno de Buenos Aires, Domingo Faustino Sarmiento, al recibir la nota citada del ministro del interior del gobierno de la Confederación Pujol, decidió enviar un comisionado para negociar con el gobierno de Paraná, designando con ese objetivo a Vélez Sársfield.
        Por su parte, el gobierno de Derqui designó para entenderse con el comisionado porteño al ministro de guerra, Benjamín Victorica, a los secretarios Daniel Aráoz, Vicente G. Quesada y José María Cantilo. Dichos comisionados celebraron finalmente un convenio el 6 de junio de 1860. Algunos de sus artículos reflejaban los conflictivos intereses en juego:
Art. 12º. El gobierno de Buenos Aires continuará en el régimen y administración de todos los objetos comprendidos en el presupuesto de 1859 aunque ellos correspondan por su naturaleza a las autoridades nacionales, hasta que incorporados los diputados de Buenos Aires al Congreso disponga éste sobre la materia y sobre el modo de hacer efectiva la garantía dada a Buenos Aires por el artículo 8º del convenio de 11 de noviembre.
Art. 13º. Se exceptúa del artículo anterior, la parte relativa a las relaciones exteriores que Buenos Aires ha suspendido por el artículo 6º del pacto.
Art. 14º. Entretanto el gobierno de Buenos Aires, para concurrir por su parte a los gastos nacionales, entregará al gobierno nacional mensualmente la suma de uno y medio millón de pesos moneda corriente, a contar desde la fecha de la ratificación del presente convenio.
Art. 15º. El gobierno nacional considerando a la provincia de Buenos Aires, como lo es, una parte integrante de la nación, se compromete a ayudarle en la defensa de sus fronteras de las invasiones de los bárbaros, y al efecto ordenará la aproximación de dos regimientos de caballería a la línea divisoria de Buenos Aires a las órdenes del comandante general de la frontera norte de aquella provincia, para que lo auxilie toda vez que lo requiera, en caso de invasión de indios o de persecución de ellos.
Art. 16º. El Congreso legislativo integrado con los diputados de Buenos Aires dictará a la brevedad posible las disposiciones necesarias a uniformar la legislación aduanera y a mejorar en lo posible la protección al comercio general; mientras tanto continuarán rigiendo respectivamente las leyes y prácticas aduaneras hoy vigentes.
Art. 17º. Los productos naturales o manufacturados de Buenos Aires son libres de derechos de introducción en las aduanas de las demás provincias, como lo serán en la de aquélla los productos y manufacturas de éstas.
Art. 18º. El gobierno nacional en el deseo de que exista un vínculo más de unión, ofrece dictar en la forma que él crea oportuna los reglamentos y disposiciones que estime favorables al comercio recíproco para admitir el papel moneda de Buenos Aires con las aduanas de la Confederación en la cantidad que juzgue conveniente. (...) (1)
        Del contenido de los artículos citados de este convenio de junio de 1860 se desprende, según Victorica, la intención conciliadora del gobierno de Derqui, quien si bien refutó la intención del gobierno de Buenos Aires de definirse como Estado y no como provincia integrante del territorio de la Confederación (artículo 15º) y de manejar sus relaciones exteriores en forma independiente del gobierno confederado (artículo 13º), a la vez evitó socavar las atribuciones del gobierno de Buenos Aires en temas sensibles para este último -aduana, moneda, gastos de la provincia-, con el fin de favorecer el acercamiento con la provincia escindida y allanar el camino para su incorporación al resto de las provincias argentinas. En este sentido, el convenio fue útil pues logró tranquilizar momentáneamente los ánimos. En cambio, para Gorostegui de Torres, Buenos Aires sacó partido en el convenio de junio de 1860 de la desconfianza que crearon entre Derqui y Urquiza las hábiles intrigas porteñas, consolidando en las negociaciones la autonomía que pareció haber perdido luego de Cepeda (2).
        El punto clave de la cuestión lo constituía obviamente la entrega de la aduana porteña a la jurisdicción de las autoridades de la Confederación. Las autoridades de Buenos Aires habían demorado dicha entrega -establecida en el pacto de San José de Flores- pretextando que no podía concretarse hasta tanto no se resolviese la aprobación y jura de las reformas a la Constitución de 1853. La intención de dar solución a este punto crucial llevó al gobierno de Derqui a firmar el convenio del 6 de junio. Al mismo tiempo que Buenos Aires conservaba durante un período impreciso su aduana, la suma de 1.500.000 pesos moneda corriente (alrededor de 75.000 metálico) que Buenos Aires se comprometía a entregar mensualmente hasta la jura de la Constitución reformada, mejoraba algo las alicaídas finanzas de la Confederación, que logró colocar bonos al 1% en vez del 2% (3).
        Como una manera de confirmar que la paz había sido asegurada, Mitre invitó al presidente Derqui y a Urquiza a las celebraciones del 9 de julio a realizarse en Buenos Aires. En las ceremonias oficiales y privadas que se sucedieron hubo discursos emotivos y abrazos entre los tres protagonistas principales de la política nacional, pero el peligro implícito de la discordia estaba latente. Derqui deseaba en ese momento romper la tutela que sobre él ejercía Urquiza, y el contacto con Mitre era una oportunidad para lograr algún acuerdo que contrarrestara la mencionada influencia. La actitud de Derqui encontró respaldo en Mitre, quien a su vez deseaba despegar al nuevo presidente de la órbita del federalismo entrerriano para incorporarlo a su partido liberal en formación.

Reforma Constitucional de 1860.

        La reforma propuesta por Buenos Aires trataba de proteger los derechos porteños en cuatro aspectos: ubicación de la capital, soberanía de la provincia, predominio económico y relaciones exteriores (3). Debido a la diversidad de opiniones respecto del primer tema, la cuestión capital fue pospuesta. La enmienda del artículo 3º -que federalizaba a la ciudad de Buenos Aires- estableció que la residencia de las autoridades nacionales debía ser declarada más tarde por ley del Congreso, previa cesión del territorio por una o más provincias.
        En cuanto al segundo aspecto de preservar la autonomía provincial, se reformaron los artículos 5º y 6º, suprimiendo la cláusula que exigía el sometimiento de las constituciones provinciales a la aprobación del gobierno nacional y restringiendo el poder de intervención federal. Además se aconsejó que los candidatos a legisladores nacionales debían haber residido un lapso de tiempo en la provincia a representar. Se enfatizó que los poderes no expresamente reservados al gobierno nacional pertenecían a las provincias. Se prohibió a los jueces federales ocupar simultáneamente cargos en las cortes provinciales. Se disminuyeron los poderes del ejecutivo nacional en época de receso del Congreso.
        El tercer aspecto era la cuestión económica. La convención provincial se preocupó por obtener una garantía constitucional para impedir una discriminación como la de los derechos diferenciales contra el puerto o la provincia de Buenos Aires. Asimismo se sumó a las facultades del Congreso una disposición similar para refirmar la igualdad de aranceles y evitar la supresión de las aduanas existentes en el momento de la incorporación de la provincia a la nación.
        La última gran preocupación de la convención provincial fueron las decisiones en materia de política exterior tomadas por la Confederación desde 1852. Debido a que ésta había firmado con España un tratado que aceptaba el ius sanguinis, los políticos porteños insistieron en que Buenos Aires quedara exenta de ese principio. A tal fin se agregó una reserva al artículo 31º.
        La Convención nacional ad hoc que debía tratar las reformas propuestas por la provincia de Buenos Aires se reunió en Santa Fe entre el 14 y el 25 de septiembre de 1860. En opinión de Scobie, si bien el objetivo aparente de la convención era la revisión de la Constitución de 1853, el hecho de su reunión constituía a la vez para las fuerzas políticas en pugna una oportunidad de ponerse a prueba. Esta vez, mitristas y urquicistas hicieron causa común contra los partidarios de Derqui. El "arreglo" respaldado por los primeros determinaba la aprobación de los poderes de todos los convencionales salvo dos; la aceptación de todos los tratados internacionales excepto el suscripto con España; la disposición de que después de 1866, ni el gobierno nacional ni los provinciales pudieran imponer derechos de importación; y la aceptación de "Confederación Argentina" como uno de los nombres oficiales del país. Luego que el grupo aliado consiguió la aprobación de sus condiciones, la tarea de la convención resultó sencilla.    Por su parte, Derqui había comenzado a dar cumplimiento a su pacto con Mitre.
        El mismo día de la jura de la Constitución por parte del gobierno porteño, el presidente de la Confederación Argentina expidió un decreto cuyo artículo 1º decía: "Elévase al rango de brigadier general de los ejércitos de la República al coronel mayor don Bartolomé Mitre". Buscó además una participación mayor de los políticos porteños en el gabinete nacional. Así, nombró como ministro de hacienda a Norberto de la Riestra, acérrimo partidario de Mitre, quien dictó el decreto nacionalizando la aduana de Buenos Aires (5). También Derqui decretó el cambio de la denominación de Confederación Argentina por República Argentina y derogó los nombramientos de jueces de la Suprema Corte hechos por la presidencia de Urquiza.
        Por último, Derqui, apremiado por las necesidades económicas, decidió el 3 de noviembre, sin esperar la incorporación de los diputados de Buenos Aires, que la provincia disidente entregase no ya el millón y medio mensual sino los excedentes de sus rentas. Esto disgustó a tanto a los partidarios de Derqui como de Urquiza. A este factor se agregaron otras disposiciones de Derqui en materia de relaciones exteriores que favorecían al gobierno de Buenos Aires. La intención del presidente de alejarse de Urquiza y acercarse a Mitre demostrada con todas estas disposiciones terminaría convirtiéndose en explosiva a partir de los sucesos que tendrían lugar en San Juan.

El asesinato del gobernador de San Juan, José Virasoro (noviembre de 1860). Su repercusión en las relaciones entre los gobiernos de Buenos Aires y la Confederación Argentina.
        Urquiza, en un intento por recrear la armonía que amenazaba quebrarse, invitó al presidente Derqui y al gobernador Mitre a festejar el primer aniversario del Pacto de Unión en su residencia San José en noviembre de 1860. Pero un hecho grave quebró toda posible cordialidad: el asesinato del gobernador de San Juan y figura del partido federal, coronel José A. Virasoro, el 16 de noviembre de 1860, y su reemplazo por una figura del partido liberal opositor, el doctor Antonino Aberastain.
        Las instrucciones de Derqui, que habían autorizado el uso de la fuerza, y la insistencia de Urquiza en vengar la muerte de Virasoro llevaron a este desenlace a pesar de que Derqui había dado seguridades a Buenos Aires de que se protegería al grupo liberal. La resolución drástica de la situación sanjuanina mereció la repulsa del gobierno de Buenos Aires e incluso del propio gobierno nacional. Los ministros de la Riestra y Pico renunciaron con lo cual terminó la cooperación porteña con el gobierno nacional. Mitre exhortó al resto de los gobernadores a condenar el asesinato de Aberastain, pero casi todos le contestaron que el asunto era de incumbencia de la autoridad nacional. No obstante, los intercambios de notas y discusiones entre el gobierno de la Confederación, los provinciales y el de Buenos Aires respecto del fusilamiento de Aberastain, con los cuales la prensa contribuía, lograron exacerbar las pasiones hasta el extremo de considerar nuevamente un enfrentamiento entre las fuerzas del gobierno de Buenos Aires y el de la Confederación. La política de acercamiento de Derqui había fracasado rotundamente. En consecuencia, el presidente buscaría nuevamente el apoyo de Urquiza, quien, desde su gobierno en Entre Ríos y cansado de disputas internas, criticó el papel rector que se arrogaba el gobierno de Buenos Aires.
        Para Gorostegui de Torres, el asesinato de Virasoro y de Aberastain en San Juan eran capítulos de la rivalidad creciente entre los grupos políticos que respondían respectivamente al presidente de la Confederación, a Urquiza y al gobierno de Buenos Aires. Así, por ejemplo, San Luis y San Juan respondían al presidente Derqui; Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, La Rioja, Catamarca y Mendoza estaban bajo influencia urquicista y los porteños contaban con el apoyo de Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy y Córdoba (2).
        En un clima enrarecido por las tensiones se acercaba el momento en que la provincia de Buenos Aires debía proceder a su incorporación a la nación.

Clima previo a Pavón.
        Ante la proximidad de una nueva guerra, los ánimos de los principales protagonistas estaban unánimemente contrariados. El presidente Derqui, antiguo amigo de Mitre y halagado por el general porteño al principio de su mandato, no se resignaba a que, tras tantos esfuerzos por satisfacer las exigencias del gobierno de Mitre, el amigo de ayer se convirtiese en el enemigo intransigente. Urquiza, por su parte, estaba lógicamente irritado. A diferencia de los días de Caseros, no tenía deseos de abandonar nuevamente su casa y su familia para tomar parte en una lucha para la cual no tenía motivaciones. Incluso en cierto momento pasó por su cabeza la posibilidad de formar un Estado independiente con Entre Ríos y Corrientes. A su vez Mitre era consciente de que todo su discurso de derechos de Buenos Aires, libertades de Buenos Aires y demás patrioterías con que trataba de justificar la guerra eran pretextos para acceder al gobierno del país. Pero estos pretextos habían ido más allá de lo que Mitre deseaba, embarcando a la sociedad porteña en una cruenta guerra cuyo precio político el gobernador porteño no estaba muy dispuesto a pagar.
        Además de la escasa vocación de Derqui, Mitre y Urquiza por llevar adelante una nueva guerra entre los Estados de Buenos Aires y la Confederación, cuyos réditos políticos eran inciertos en el mejor de los casos, se registraron vanos intentos de mediación para evitar la guerra.

La batalla de Pavón (septiembre de 1861)
        Finalmente, el ejército nacional, a cuyo frente estaba Urquiza chocó con las fuerzas porteñas comandadas por Mitre en la batalla de Pavón el 17 de septiembre de 1861. Los entretelones de esta decisiva batalla han sido objeto de análisis y discusión entre los historiadores. Para Julio Victorica, Pavón fue una batalla enmarcada en un contexto de comunicaciones previas a la batalla entre dos generales que deseaban negociar, Urquiza y Mitre. El primero no estaba motivado para presentar batalla, y al parecer Mitre garantizó al general entrerriano que sus propósitos eran respetar la Constitución nacional y no hostilizar a la provincia de Entre Ríos. Con estas garantías, Urquiza decidió retirarse del campo de batalla. Victorica rechaza una interpretación peyorativa de la actitud del general entrerriano, equiparando esta actitud de Urquiza a la del general José de San Martín después de la conferencia de Guayaquil con Simón Bolívar.
        Por su parte, Halperín Donghi sostiene la idea de que Pavón representó un acuerdo implícito entre Mitre y Urquiza, planteándolo en los siguientes términos:
        Vencedora (Buenos Aires) en 1861, (...) su victoria provoca el derrumbe del gobierno de la Confederación, presidido por Derqui y sólo tibiamente sostenido por Urquiza, que ha desarrollado una viva desconfianza hacia su sucesor en la presidencia. Mitre, gobernador de Buenos Aires, advierte muy bien los límites de su victoria, que pone a su cargo la reconstitución del Estado federal, pero no lo exime de reconocer a Urquiza un lugar en la constelación política que surge (...).
        A su vez, Isidoro J. Ruiz Moreno aporta una serie de elementos sugestivos para la comprensión de Pavón: el distanciamiento entre el presidente Derqui y el gobernador entrerriano y ex presidente Urquiza, alimentado por la necesidad del primero de despegarse de la influencia que sobre él ejercía el vencedor de Caseros; las negociaciones celebradas entre Derqui y Mitre durante la visita del primero y de Urquiza a Buenos Aires el 9 de julio de 1860, apuntando al fortalecimiento del partido Liberal no sólo en Buenos Aires sino en el resto de la Confederación; los escasos móviles que Urquiza tenía para intervenir militarmente contra las fuerzas de Buenos Aires, apatía potenciada por su distanciamiento de Derqui, su escaso interés en abandonar la tranquilidad de su residencia en Paraná por una lucha cuyo objetivo no percibía con claridad, y por el descubrimiento a través de algunas cartas del doctor Mateo Luque dirigidas al presidente Derqui, que mostraban que el Congreso de la Confederación trabajaba para robustecer la influencia del presidente de la Confederación en desmedro de su persona. Todos estos elementos contribuyeron a desmoralizar a Urquiza, quien, ante la sospecha en plena batalla de un nuevo entendimiento entre Mitre y Derqui, optó por retirarse sin definirla (3).
      Mas allá de la divergencia en las interpretaciones, lo cierto es que Pavón abrió el camino de la definitiva organización nacional, proceso que tuvo dos arquitectos: Urquiza y Mitre. Paradójicamente, uno y otro pagarían los costos del acuerdo y serían crucificados como traidores por los elementos intransigentes dentro del partido de la Libertad porteño y del federalismo provincial. El presidente Mitre, luego del desgaste del gobierno, acentuado por la guerra del Paraguay, debió renunciar a tener posibilidades protagónicas en la vida política argentina. El destino de Urquiza fue más trágico: sería asesinado por el caudillo entrerriano López Jordán en 1874.
Conclusiones
        La pretensión de Urquiza de conformar un Estado único y organizado constitucionalmente con los débiles Estados provinciales de la época rosista -supuestamente deseado por la mayoría y que Rosas había aplazado indefinidamente- dio como resultado el surgimiento de dos Estados -la Confederación Argentina por una lado, y el Estado de Buenos Aires por el otro. El último, producto del rechazo de la elite gobernante de Buenos Aires a la organización promovida por Urquiza, pareció consolidarse con el paso del tiempo. Al asumir la cuestión visos de ser irreversible, el punto central se desvió entonces a la relación entre ambas partes. Un corto tiempo de relaciones cordiales terminó en marzo de 1856 cuando los tratados que garantizaban el statu quo fueron derogados por la Confederación, posiblemente con la intención de no fortalecer a su contendiente.
        Pero a su vez la Confederación no conseguía consolidar su poder como gobierno nacional, a pesar de lo cual -si consideramos parámetros realistas- o tal vez para dar solución a su precaria situación, aquélla mantuvo como objetivo principal el tratar de obligar a Buenos Aires a incorporarse al resto del país. Esto se intentó tratando de apoyar a los elementos opositores de los gobernantes porteños, lo cual provocaría la reacción totalmente contraria: es decir el respaldo de la provincia bonaerense al grupo gobernante y la elección del enemigo principal de la Confederación y de Urquiza como gobernador.
        La Confederación insistió entonces con la guerra económica contra el Estado de Buenos Aires, pero la solidez de éste en el aspecto económico-financiero -basada en su aduana y su banco- respaldaba el deseo segregacionista y frustraba los planes confederados. El fracaso de este esfuerzo, sumado al de la búsqueda de alianzas a nivel regional, hizo que el empleo de la fuerza fuera considerado como una solución plausible. A fines de marzo de 1859, Urquiza decidió exigir la unión del Estado de Buenos Aires proclamando la nulidad de sus actos en política exterior. En mayo, el Congreso lo autorizó a resolver la cuestión de la integridad nacional por medio de la guerra si fuera necesario. No obstante la opción por el choque armado pareció tener eco también en el otro lado del arroyo del Medio, pues la mediación norteamericana atribuyó su fracaso a las condiciones impuestas por Buenos Aires.
        Malogrados todos los intentos de llevar a las partes a un acuerdo se produjo la batalla de Cepeda. El triunfo de las fuerzas de Urquiza y la amenaza de que éste tomara la ciudad capital convencieron a los porteños de que debían capitular. El triunfo del proyecto de Urquiza de lograr la integración nacional pareció quedar confirmado por el pacto de Unión firmado en San José de Flores. Finalmente Buenos Aires se incorporaba al resto del país sobre la base del respeto a las disposiciones de la Constitución nacional -aunque se le permitía proponer reformas a la misma por no haber participado en su elaboración-. Además -y esto era la consecuencia más relevante- el Estado de Buenos Aires entregaba finalmente su aduana a la nación, con lo cual la Confederación obtenía el instrumento para su supervivencia.
        No obstante el triunfo urquicista era demasiado duro para ser aceptado por los círculos políticos dominantes en Buenos Aires. En consecuencia, un tácito consenso los llevó a resistir la incorporación y a retardar los pasos establecidos en el pacto firmado. La reunión de la convención constituyente provincial se demoró y no se entregó la aduana. En abril de 1860 se produciría un momento de gran tensión que nuevamente presagiaba la guerra.
        Pero a comienzos de marzo otro hecho cambió el escenario del poder político nacional. Derqui sucedió a Urquiza en la presidencia y esto creó un tercer polo de poder e inauguró una relación de fuerzas tripartita que sería significativa en términos de interdependencia. En mayo, cuando Mitre fue elegido gobernador de Buenos Aires, se completó el tercer vértice del triángulo. La mala relación entre Derqui- quien intentó forjarse una posición independiente de su antecesor- y Urquiza -quien no se resignaba a perder su papel rector en la política de la Confederación e intentó retenerlo desde su puesto de gobernador de Entre Ríos- derivó en una obligada competencia de ambos por alcanzar una acercamiento con Buenos Aires. Esto finalmente debilitó a la Confederación, al manejarse sus autoridades sin unidad en los objetivos.
        Derqui que era el peor hombre que podía ser electo presidente de la Confederación para los intereses de la política porteña pronto revirtió esa posición. Ante las posibilidades de jugar con Urquiza o con Mitre, Derqui se resolvió por el último. La perspectiva de la incorporación de los diputados de Buenos Aires al Congreso nacional, y los futuros procesos electorales de renovación de éste hacían prever que el apoyo de Buenos Aires iba a ser decisivo. Derqui decidió entonces inclinarse por Buenos Aires para encontrar respaldo electoral y hacer frente a Urquiza.
        Consecuentemente el presidente ofreció cargos en el gabinete nacional a hombres de Buenos Aires -especialmente a uno muy cercano a Mitre-, apelando a la justificación de que no estaba aplicando otra cosa que el ya conocido plan urquicista de fusión de los partidos. Urquiza no tuvo más remedio que ser espectador del lento desplazamiento de sus partidarios del gabinete de Derqui, quien sin duda debía la presidencia al apoyo del primero. Probablemente la intención de Derqui fuera situarse en un punto de equilibrio entre las fuerzas de Urquiza y de Mitre, pero su jugada no estaba exenta de cierto riesgo, pues siendo Derqui un hombre que carecía de partido, su afán independentista de Urquiza no tenía otra salida que la caída en la órbita porteña. Así, la maniobra tenía sus límites: cómo conservar el apoyo de los urquicistas al inclinarse por Mitre, y cómo mantener el de Mitre, conociendo éste que el vínculo con los primeros no podía disolverse.
        De esta manera, la llegada de Mitre al gobierno del Estado de Buenos en mayo de 1860 produjo, a pesar de las perspectivas negativas, un acercamiento con las autoridades de Paraná. Este dio como resultado la firma del convenio de junio, por el cual Buenos Aires recuperaba parte de los privilegios perdidos por el pacto de Unión. Especialmente conservaba la aduana contra entrega de un subsidio mensual a la Confederación. Derqui consideró que podía hacer esta concesión en favor de la paz.
        Luego de una reunión de los más altos protagonistas de la escena política de la época, con motivo de los festejos del 9 de julio en Buenos Aires, y que sirvió para que incluso observadores extranjeros detectaran facetas de la sórdida lucha entre los tres, un nuevo capítulo de la competencia Derqui-Urquiza-Mitre tendría lugar ante la reunión de la convención nacional ad hoc, que debía considerar las reformas a la Constitución de 1853 finalmente propuestas por el Estado de Buenos Aires. Aquí cada uno de los polos luchó denodadamente por imponer sus candidatos, aunque finalmente mitristas y urquicistas fueron los responsables del resultado de la asamblea, que prácticamente aceptó todas las propuestas de Buenos Aires.
        La rivalidad entablada entre los tres grandes se manifestó también en la lucha por el dominio de los gobiernos provinciales. Tanto el gobierno de Paraná como el de Buenos Aires trataron de conseguir el apoyo de los gobiernos de algunas provincias y cada uno consiguió cierta esfera de influencia. Si bien los intereses de ambos apuntaban a distintas provincias para evitar el conflicto, en el caso donde éstos confluyeron se produjeron hechos de gravísimas consecuencias. Fue el caso de San Juan, donde la supuesta implicación de los hombres de gobierno de Buenos Aires en el asesinato del gobernador tuvo su contrapartida en la sangrienta represión respaldada por las autoridades de Paraná. El hecho fue tan determinante que provocó el fracaso de la política de acercamiento de Derqui a Mitre y el fin de la cooperación de Buenos Aires en el gobierno nacional.
        El último capítulo de la competencia tripartita se produjo con motivo de la incorporación de los legisladores porteños al Congreso nacional. Luego de la reforma de la Constitución nacional aceptando las enmiendas propuestas por Buenos Aires, debía con este acto darse por terminado el proceso de integración de Buenos Aires con el resto del país. Los diputados porteños elegidos al efecto -por una ley provincial- pertenecían al antiurquicismo extremo y habrían hecho probablemente causa común con el liberalismo provincial y con el derquismo. Se produjo entonces una lucha entre Derqui -que apoyaba la admisión de los representantes porteños- y Urquiza -que la rechazaba- por obtener el apoyo de los diputados de la Confederación para sus proposiciones. Finalmente se impuso la corriente urquicista -en nombre del partido federal- y la cámara de diputados rechazó la incorporación de los porteños con el pretexto de no haber sido elegidos por la ley electoral nacional. Con ello Urquiza aseguraba la influencia federal en el Congreso, pero al costo de provocar el resurgimiento de la antinomia federalismo-liberalismo.
        Los sucesos en San Juan y el rechazo de los diputados porteños activaron la cuenta regresiva hacia un nuevo enfrentamiento armado. A diferencia del caso de Cepeda, Buenos Aires parecía esta vez sentirse fuerte. Su situación económica le permitía enfrentar los gastos de movilización y tenía un ejército en buenas condiciones. La Confederación, en cambio emitía señales de debilidad. La rivalidad entre Derqui y Urquiza dilapidaba los esfuerzos. El desgaste de la lucha política había alcanzado a Urquiza, quien ahora aspiraba solamente a proteger sus intereses, los de su provincia y como mucho los de Corrientes. Las fuerzas armadas de la Confederación estaban dispersas en distintas provincias: había que prepararlas y encontrar una motivación para la guerra. Ante este panorama, el círculo gobernante de Buenos Aires advirtió que era un momento inmejorable para hacer la jugada que venían esperando hacía tiempo. Se hicieron fracasar todas las negociaciones de paz y se provocó la batalla. El triunfo de Buenos Aires en Pavón produjo la consolidación de la integridad nacional pero bajo la hegemonía porteña, por lo cual la elite gobernante de esa provincia había luchado durante toda la década.



JPZ